Nunca supe a quién votaba mi padre. Era de los que, cuando le preguntabas, te decía lo de que «el voto es secreto». El viejo letrado, que había participado activamente en política durante el otoño del franquismo, probablemente se lo tomaba muy en serio, aunque en mi caso lo que creo es que lo decía para chincharme. Y lo conseguía. Y no es que yo le preguntara porque nunca he tenido muy claro a quién votar y quisiese aprovecharme de su criterio, afinado a lo largo de los años por su incansable consumo de columnas de opinión, editoriales, ensayos, memorias políticas e historiografías, sino por simple curiosidad, por el cotilleo, por morbo. Por decir a mis amigos: «pues mi padre vota a estos». Hacía bien en callarlo.
Ser un ignorante no se improvisa, y yo, por aquel entonces, ya apuntaba maneras. Sin embargo, en lo que sí que fui extrañamente precoz fue en lo de disfrutar con la oratoria política. Toda mi familia se reía de mí cuando grababa los debates televisados en una cinta de VHS, y enseguida me empezaron a considerar el fachilla de la casa, porque sentía cierta debilidad por Gallardón. «Felipe González también me parece buenísimo», me trataba de defender. Pero no colaba. El caso es que Gallardón era el mejor. Todavía recuerdo algunas de sus intervenciones en un debate sobre el estado de la comunidad en las que, uno a uno, se iba cepillando a todos los que trataban de cuestionar su legislatura. Su chorreo de datos y chascarrillos, el manejo de la cinésica, las apabullantes pausas dramáticas justo antes de aplastar a Cristina Almeida con alguna frase lapidaria. No había rival. Incluso cuando atacaban sus debilidades conseguía revertirlo y convertirlo en una victoria: le acusaban de ambicioso y defendía aquello de que en política solo se está para gobernar, que nadie está aquí para hacer oposición, porque la política es el arte de transformar la realidad. «El día que llegue a mi despacho, mire por la ventana y piense que está todo bien, dejaré la política», decía. Y lo decía muy bien, con esa voz grave, de hombre de estado, como de legislador, pero con un matiz de afectación dramática, de emocionado confidente que cree a pie juntillas lo que dice, con la seguridad de que su discurso generaba votos, mayorías y gobierno.
Recuerdo un día que llegó mi padre a casa y dijo: «Pobre Danielito, que no va a votar a Gallardón», y claro, yo siempre entraba al trapo: «Uy que no, claro que sí». «No, porque tú estás empadronado en San Sebastián de los Reyes»: mi padre siempre me chinchaba.
Han pasado los años, y sigo disfrutando de un debate más que de un concierto de los Stones; pocos discursitos en una serie de televisión me han conmovido tanto como los que urdía el mítico Aaron Sorkin en El ala oeste de la Casa Blanca; cuánto me gusta tragarme una y otra vez algunos de los momentos fulgurantes de la primera campaña de Barack Obama: sus contestaciones a Hillary Clinton en las primarias, y el épico discursito del 8 de enero de 2008, en New Hampshire, al ritmo del yes we can. Me dio pena cuando Gallardón dejó la política, porque me hubiese encantado ver algún día un cara a cara entre el ex alcalde y Pablo Iglesias: dos titanes de la oratoria. Eso sí que habría sido épico, mejor que el Aznar - González del noventa y tres. Mejor que el Tyson - Holyfield del noventa y seis. Mejor que cualquier partido de Michael Jordan.
Han pasado los años, decía, y sigo sin saber a quién votar. Desde luego, el hecho de que me gustara la oratoria gallardoniana no significa que mis ideas tengan sintonía con el Partido Popular: la afinidad estética no implica ideología. Hace poco, para la Comunidad de Madrid, lo tuve claro: con tres de los candidatos tenía mucha afinidad. El que no era uno de mis poetas de cabecera (García Montero), había compartido conmigo varias aventuras académicas (Gabilondo) o me parecía una oradora excepcional (Cifuentes). ¿A quién voté? Secreto.
Tampoco es muy sensato basarse en el resultado de los debates para decidir el voto, teniendo en cuenta que todo debate es un ejercicio de retórica y persuasión que no depende tanto de ideologías o proyectos electorales como del ejercicio preparatorio de un equipo de profesionales que analizan los resultados de los sondeos, elaboran marcos de pensamiento y planean estrategias. Independientemente del partido con el que uno se sienta más identificado, ¿quién hubiera dicho que Sánchez, después de sus patinazos en los debates anteriores, iba a conseguir sacar de sus casillas al desgastado e impasible Rajoy? No fue un maleducado, el candidato socialista, sino un victorioso profesional que supo golpear en el momento y en el lugar apropiado delante de nueve millones de televisores. ¿A qué, si no, viene lo de que el debate lo ganó la responsabilidad, al tiempo que lanza esa sonda derrotista del posible pacto con Ciudadanos? Si algo sabe el Presidente fue que perdió su debate. Como aquel desencajado González del noventa y tres a quien se merendó el neonato Aznar que salió a por todas porque no tenía nada que perder.
El otro día, uno de mis mejores amigos me dijo que mi hermano pequeño también dice eso de que el voto es secreto, y no suelta prenda: nos lo aprendimos bien. Mi amigo, que es un tipo pragmático y cerebral, no cree que tenga sentido ya esa premisa, sin embargo he descubierto que no decir ni pío me da cierta libertad para escuchar, leer, discutir y cuestionar a todo el mundo sin el sambenito de alguien chinchándome como si fuera el fachilla de la casa. Es gracioso, porque según el ámbito en el que preguntes habrá quien me considere como en mi familia, o habrá quien defienda que soy un incorregible rojillo. Si uno se basara en los chistes que meto en mis actuaciones, no creo que lo tuviera más claro: tener una exnovia socialista me legó muchas bromas en esa dirección, sin renunciar a lo fácil que es meterle goles a los titulares del equipo popular.
Lo que sí tengo claro es lo que estoy disfrutando últimamente con todo lo que gira en torno a las elecciones: editoriales, columnas, debates y charletas. Se vote a quien se vote (se piense lo que se piense) sí que creo que la deuda que tiene el votante con la labor de Podemos resulta impagable. No creo que el voto deba ser un premio, pero ¿quién niega que ahora la política es un poquito más saludable gracias al azote de Pablo Iglesias?
Con todo, cada vez veo más claro a quién voy a votar. Me siento más tranquilo cuando pienso que a lo mejor es lo mismo que votaría mi padre. En todo caso no se lo pienso decir a nadie, me merece la pena ese pequeño sacrificio de vanidad electoral a cambio de la libertad que me da que nadie sepa: la información está ahí para cualquiera y, además, el voto es secreto.
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