"La comedia es verdad y dolor"
(John Vorhaus)
El otro día participé en una sección del
programa En el aire, que dirige
Andreu Buenafuente. La cosa consistía (nos dijeron) en actuar minuto y medio,
junto (contra) otro cómico (amigo), vestidos (me enteré tarde) de piloto, y el
premio para el ganador (sufragio universal) era un viaje a (viva) Las Vegas. Un
viaje, ojo, para uno, es decir, solo para uno, es decir, sin acompañante, es
decir, como siempre; pero en este caso durante ocho lujosos días en una suit
con spa, cocina, y ese tipo de cosas, en pleno Las Vegas. El viaje se haría acompañando
a algún cómico (sic), tipo Mario
Vaquerizo (fuck).
Pues bien (¿pues bien?): Llegué, vi y
perdí. Os cuento:
Yo estaba pululando por twitter como el que pierde el tiempo por
costumbre cuando, ay, mísero de mí, vi que alguien mandó, ay, infelice, algo de
algo a no sé quién diciendo que no sé cuántos de actuar con Buenafuente.
Lo cierto es que ni lo pensé: mandé un
tuit con un vídeo lincado a una actuación de Paramount. Y ya.
Luego pasó el tiempo, la vida, «todo lo
que tiré como un anillo al agua...» Hice cosas, cosas de esas que haces cuando
no haces lo que debes hacer, lo que se dice “hacer tu vida”. Hice esto, hice
aquello. Hice mi vida. El tiempo. Todo. Nada.
Y en esto que un (buen) día me
llamaron. Era después de comer: sé que tenía sueño. Que eran de El Terrat,
dijeron. Que algo de un vídeo. Ni idea, contesté. No tenía ni idea. Que
mandaste un tuit, me dijeron; ¿qué mandé un tuit?, respondí. Y poco a poco fui
recordando aquello, ah, sí, ya –dije-, sí, vale, vale… ¿Ir a Buenafuente?,
resumiendo: dije que sí.
Pero que me paguen el viaje, el hotel y
los gastos, arañé. Ahora te llamo, dijeron. Llamaron ahora: que vale, que sí.
Bien.
Y luego me explicaron todo. Lo de que era
un concurso, lo del viaje, lo de las fechas, pero yo sólo tenía oídos ya para
una cosa: “actúas minuto y medio en el programa”. ¿Hacer un monólogo en el
programa de Buenafuente? Sí, maldita sea, sí, y mil veces sí. Venga, los datos,
el ave, tengo estos compromisos, mejor pillamos vuelo, venga, nos cuadra,
perfecto, perfecto, gracias, gracias, etcétera, etcétera.
Pero luego… luego vino lo de luego, lo
que viene luego, lo de después. Que igual os disfrazan de pilotos, dijeron. “Jarl”,
pensé. Que os van a interrumpir, avisaron. “Jorl”, maticé. Pero como a Ícaro,
que la emoción del vuelo le hizo olvidar que estaba huyendo, no me enteré de que la cera de mis alas se aproximaban al sol.
Más etcétera. Sigo.
Y llegó el día: el viaje, el taxi, el
polígono de El Terrat. El amplio camerino, las botellitas de agua, la prueba de
vestuario. “Esta chaqueta es dos tallas más grande”, comenté. “No te queda tan
mal”, justificaron. ¿Tan mal? ¿Qué significa “tan mal” cuando se actúa en un
programa que tiene medio millón de espectadores? Aquella chaqueta no me quedaba
tan mal si me comparabas con un viejo recién fallecido al que fueran a
embalsamar, porque esa chaqueta parecía de un señor muerto, de un señor grande
y muerto por muerte natural. Entonces alguno dijo lo de que alguien nos iba a interrumpir.
“Es un monólogo de minuto y medio, son seis chistes, si interrumpen se cargan
al menos dos, ¿es necesario?”, defendí. Dijeron que sí. La chaqueta no
me quedaba tan mal.
Fuimos a esperar a un sitio. Íbamos
cambiando de sitio donde esperar. Ahora esperáis aquí, luego vais a esperar
mejor a otro lugar, y después ya os iremos diciendo dónde podéis seguir esperando.
Y coincidió que estábamos en plena espera
cuando apareció una chica, o una muchacha. No sé qué poner: chica o muchacha.
No pienso poner “una joven”, aunque podría perfectamente, enfundado en aquella
chaqueta mortuoria. “Hola, soy Belén, y creo que os tengo que interrumpir”,
dijo entre risas buenrolleras. Era Belén. Nos tenía que interrumpir. “No nos
interrumpas, Belén, por favor, que eso es bastante terrible para un cómico, que
es un monólogo muy breve, no nos interrumpas…” Al principio pensó que iba de
broma, pero enseguida empezó a sentir una manifiesta pereza por nuestro
discurso, si acaso aderezada por unas innegables dosis de lástima y un golpe de
vergüenza ajena. “No os preocupéis, os interrumpiré poco”, anunció con ese
desparpajo de tía buena que curra en un programa de la tele. “Me preocupa
mucho”, insistí, “es muy fuerte interrumpir un monólogo de un minuto y medio.
Me preocupa bastante”. “Ya, si lo sé –se enrolló-, si yo alguna vez he hecho
algún monólogo”.
Y seguí ahí callado, pensando que en
realidad a lo que se refería es a que se había aprendido algún monólogo de alguien y
lo había interpretado, porque es actriz, y se le notaba a leguas-luz que no sabe lo
que significa escribir tu propia basura y defenderla a capa y espada durante un
minuto y medio en uno de los programas con más audiencia de la franja horaria,
en una intervención que, a falta de otras, iba a quedar grabada a fuego en tu
minúscula biografía artística, y que no entendía que aquello de la interrupción
no era sino la decisión caprichosa de un publicista o de un guionista hijo de
la gran puta que no tiene ni puñetera idea de stand-up, y que está aprovechándose de la lamentable carrera
profesional que protagonizamos algunos para experimentar con nosotros como el
niño idiota que se dedica a quemar hormigas con una lupa mientras se le derrite
el helado con el que se ha manchado su cara de gilipollas. Y pienso que ella no
tiene la culpa, que solo trata de hacer su trabajo, que quiere ser simpática,
pero es actriz y le cuesta mucho hacer o decir cosas sin un guion, y no
entiende que los guiones los escribe gente como uno, cómicos
desconocidos, frágiles, desesperanzados… que utilizamos la realidad para nutrir la
arquitectura de nuestra propia ficción, de donde emanan las grandes epopeyas, las vertiginosas comedias, los diálogos locos de los que luego viven actrices como ella, que interpretan bien y, en
ocasiones, además, tienen un gran polvo, por un equilibrio exquisito de genes,
gimnasio y maquillaje. Pienso que ella no puede tomar la decisión de no
interrumpirnos, así que trato de que la conversación se vaya desinflando, para
poder terminar por no hablar de nada, y poder seguir esperando hasta que nos cambien de sitio.
Luego vino a hablarnos alguien que debía
de mandar bastante, porque era directo y contundente. Esto va así, así, así y
así. De nuevo salió el tema de las interrupciones durante el monólogo: ¿es
necesario? "Sí", sentenció molesto. "Jo", pensé decepcionado. "Jorl", insistí
para mí.
Porque los cómicos, en el día a día, no
somos graciosos, pero para nuestros adentros imitamos a Chiquito.
Y por fin el ensayo.
Entramos en el plató y nos indicaron
dónde nos teníamos que situar. Salió el primer monologuista y se colocó en el
lugar donde debía actuar. Nada más empezar a hablar, la azafata (esto es, la
actriz), que se supone que tenía que interrumpir de vez en cuando, entró
gritando en la escena algo graciosísimo (supongo) sobre el precio de las
bebidas en el avión. Estábamos en el aire, y aquello quedó sobreactuado. La cosa inquietó mucho al personal. Hubo
confusión. Hubo desmadre. Y ahí es donde yo intervine, como una especie de Mio Cid de la comedia de medio pelo que se hace hueco en primera división: busqué
la mirada cómplice de Berto Romero y le dije algo parecido a: “Perdona, Berto…
¿es necesario lo de las interrupciones? Es que no se puede actuar”, o algo así,
maldita sea, que no hay pruebas, o sea que me lo podría inventar. Pero fue algo
parecido. Que a él tampoco le molaba, me dijo. Le creí. Pensé que era un tío sensato, espabilado, genial. Pensé que era un auténtico cómico. Pensé que por
eso me hacía gracia, porque era un tío con criterio. Todo eso pensé, en décimas
de segundo. En ese momento, le comenta a Andreu Buenafuente que le comento yo
lo de que las interrupciones no molan. Que el Dani Alés diu que tal… en plan en
catalán, o igual fue en castellano, pero igual ahora lo rememoro en catalán,
porque me parece más auténtico. Sí que dijo que lo dije yo. Andreu me miró, y
yo hice un gesto como de “perdón…”
Andreu se levanta de la silla, mira hacia
los lados y busca una solución: “Nada de interrumpir el monólogo, si acaso algo
de movida al principio, pero cuando los cómicos actúan, se respeta”, o algo
así, más o menos, fue lo que dijo. Pienso que Berto es amor, y pienso que
Andreu es amor. Pienso en el emoticono del corazón. Pienso que podría ser su
amigo, si yo no fuera un cómico de tercera y ellos no fueran unos exitosos
profesionales. Pienso que si pudiera participar en sus tertulias me iría
fenomenal. Pienso que el genio que vio oportuno interrumpir a los monologuistas
debería enfrentarse alguna vez a un público en directo con material de su
propia cosecha para que sepa lo que significa el verbo “remar”. Pienso que los
cómicos vivimos a merced de un sistema, y que hay que petarlo muy fuerte para
poder esquivar este tipo de zancadillas. Pienso que soy un héroe por conseguir
presionar lo suficiente para que no nos interrumpan, pero me siento un payaso
porque llevo una chaqueta de piloto de accidente aéreo, una chaqueta crecedera
y ridícula, un camisón de muerte. Y una gorra. Y que esto es un trueque, un
contrato, y ellos ponen el programa de televisión y yo pongo mi fracaso, y que
el intercambio es justo y necesario, y que en general, y por lo que veo, ahora lo que toca es tragar. "Paciencia y barajar, amigo Sancho". Paciencia y barajar.
Nos dicen que ya, que bien, y que a
cenar.
Y cenamos. Yo: gazpacho y sepia. Y un
café. Tallat. Amb llet freda: como el Lari.
Y luego lo de esperar. Lo de esperar. Lo
de esperar. Lo de los lentos minutos que van apretando el nudo en el estómago,
lo de las ganas de irse a casa, lo de tener miedo, frío, calor y ganas de
orinar. Lo de mirar el móvil, y el reloj, y la puerta, por si te llaman, por si
te vienen a buscar, por si te toca y luego vas con prisas y sales herido por la
urgencia, y que no, que queda un rato, queda otro rato. Tranquilo, te avisamos.
Y el perfecto equilibro entre el aburrimiento y los nervios.
Nos maquillan. Nos maquillan en la sala
de maquillaje con todas esas cremas, polvos y potingues. Incluso nos ponen algo
en los labios, yo qué sé. Nos ponen cualquier mierda, mientras nos masajean, y
yo cierro los ojos y pienso que no quiero estar allí. Se me corta la voz, no me sale el aire. Me están poniendo algo en
los labios y yo me estoy quedando mudo.
“Ya estás”, dice alguien. “Puedes esperar
en el camerino”, añaden. Y vuelves otra vez, pero ahora con ganas de rascarte.
Porque no te puedes tocar, y eso significa que te pica todo el cuerpo. Así que
te rascas un poco donde te acaban de maquillar, total: llevas un gorro.
Y te entran ganas de cagar. En
Buenafuente. Ya te vale. Estás en Buenafuente, te va a tocar salir, ya estás
maquillado y tu cuerpo pide salsa. Y
dudas, porque piensas que te van a llamar en plena gestión, que van a aporrear
la puerta y van a gritar tu nombre porque te toca salir. Así que vas
rápidamente, furtivamente, y cierras la puerta casi a calzón quitao, y te
centras en tu obligación biológica con frialdad y precisión, casi de forma
aséptica, y piensas que ya tienes presentación: “Hola, acabo de cagar en
Buenafuente, en el baño, donde los camerinos, ¡BUENAS NOCHES, CHAVALADA!”
Todo bien. Te da tiempo de sobra a volver
a esperar, a mirar las redes sociales y a mandar un par de mensajitos. Te
llaman. Os llaman. Nos llaman.
Fuimos.
Ya casi nos tocaba salir. Primero él, el
otro cómico, el rival. Salió. Lo hizo bastante bien. La gente se reía. Yo no
sabía qué iba a decir. ¿Me arriesgaba con algo de actualidad? ¿Me centraba en
mi primer minuto y medio? ¿Hacía una mezcla de chistes buenos deslavazados que
había pensado durante el vuelo? Estoy a treinta segundos de salir en
Buenafuente y todavía no tengo claro lo que voy a decir.
Y me presentan. Ahora no recuerdo quién.
Creo que Berto, pero igual fue Buenafuente. El caso: voy. Me planto ahí. La
azafata, la monologuista, la actriz, la interrupción. El desasosiego. Mi
chaqueta, que me está grande, hijos de puta, dejadme en paz, pero qué hace esta
loca, por el amor de Dios, ya basta, ya basta, hijos de puta, no sé ni qué
decir, por dónde empiezo, mi chaqueta, qué hago y TIEMPO.
Tiro por una mezcla inédita de varios
chistes que pretendo ordenar según voy avanzando. No sé ni dónde mirar. A veces miro al público, a un cámara, a Berto, a la azafata. Y a Andreu, que están justo delante de mí. "¿Qué hago yo aquí?", pienso en medio de
un chiste. La risa del público interrumpe mi reflexión de “qué extraño es tener
a Buenafuente mirándote a dos metros de ti”. Sigo sumando segundos, estoy nervioso, se me nota. No estoy vendiendo los chistes, los dejo caer para ver si así puedo
irme antes a casa. Termino un bloque y veo que quedan doce segundos. Once.
Diez. No sé si meter otra cosa, o algo así, digo. Ocho. Siete. Bueno, pues no
sé… Cinco, cuatro. Empiezo el chiste del público irrepetible... Dos, uno. Ya. Por fin.
Y la gente vota. Le votan más al otro.
Buenafuente tarda en dar la noticia y yo pienso que a Buenafuente es posible
que le haya gustado más yo. A Berto lo he escuchado reírse, y eso hace ilusión,
pienso. Buenafuente duda. Yo quiero morir. Dicen que gana el otro. Yo pongo
cara alegre. Pero estoy triste. La chaqueta me viene grande. Y el programa. Y
la situación. Y la comedia. Ya nos despiden para dar paso a la próxima sección,
y algo, como una espada, me atraviesa el estómago mientras bajo las escaleras.
La boca me sabe a metal. Siento un hormigueo por todo el cuerpo. El otro cómico
actúa con naturalidad mientras yo me deshago en una invisible agonía de
fracaso.
Piden un taxi. Llega el taxi. Subimos al
taxi. Me quiero morir. El otro cómico va jovial, ligero. No siento envidia por
él, siento lástima por mí, alegremente vendido a la primera basura que me
ofrecen en una televisión nacional en abierto. Competir… El horror… el horror…
Y luego está cuando llegas al hotel. El
móvil ardiendo en las redes sociales, el fuego del éxito del otro devora el
poco oxígeno que le queda a tu derrota. Te miras en el espejo, bebes agua,
sientes ganas de vomitar. “He cagado en Buenafuente”, te ríes para dentro.
Dios, cómo duele. Pones a cargar el móvil. Tratas de acostarte, te vuelves a levantar.
Echas de menos a alguien, pero no sabes a
quién. Te escriben muchos mensajes de apoyo y cosas así, pero hay un silencio enorme
y dejas la luz del baño encendida y dejas de mirar tuiter y no sabes muy bien
qué hacer. El fracaso es intangible. Querrías jugar un poco con él, darle la
vuelta, investigarlo, pero es algo que no se encuentra y sin embargo sabes que
está ahí. El fracaso es intangible y el éxito es una pelota maciza en el
estómago. Las dos cosas te alejan de ti, te desubican. Caminas por la
habitación desubicado, fumando un cigarro detrás de otro, y tienes las
sensación de querer salir corriendo, quieres correr, quieres huir hasta
desmayarte para ver si la extenuación acaba con esa grieta en tu autoestima. Te
escribe tu madre, que nunca suele querer saber nada de ti. Está preocupada, y
eso te ilusiona, porque es tarde para ella, y se ha quedado a verte, y eso
nunca lo hace, y te alegra y te acompaña más que nada, más que nadie. Nada
podría salvarte, salvo eso. Al fin. Por fin.