Los portales. Los portales en los que tanto has esperado, en
los que te has desesperado, en los que todo se detuvo. Ahí debajo, a tiro de
cancela, de telefonillo, ese portal. Ese portal doméstico y vecinal, alevoso y
nocturno. Ese portal de invierno, portal con guantes, con bufanda, y el frío,
la soledad del frío, el frío de la soledad; el reloj, las ganas; el ascensor
que baja y que no es, la luz común para cualquiera y nadie.
Los portales, los portales en los que esperar, en los que te esperan. A los que ya no
vas, por los que no pasaste; los portales algunos de los que todavía no te has
ido. Ese portal, difuminado de melancolía, lejano, diminuto, ese portal, que no
pertenece ya a un lugar sino que es de una época.
El portal, el beso de portal. Ese beso. Todos los besos de
portal son el mismo beso, la misma boca, la repetida, eterna, insaciable y
vasta sed que no se va, que siempre se acumula. Ese beso eterno de portal, el
beso inacabado. En el frío portal, el lento beso. Las mejillas, el cuello, la
saliva; las manos que intentan sostener el tiempo, el abrigo incesante y la
secreta piel, toda la piel. El portal, el beso, tú.
Los portales, su mitología. Su alrededor, los coches
aparcados con esa resignación medioburguesa, con la postura al ralentí,
sentados sobre las ruedas a tiro de oficina. Las papeleras, los plátanos de
sombra, la bomba contra incendios.
Las más heroicas gestas de amor han naufragado en un portal. Las
palabras más dolorosas, las más preciosas mentiras. El más daño, más mayor que
el mayor, más doloroso. El daño
todo. Aquel portal. Ninguno.