Capítulo 1: hombre, por favor...
Serían apenas las tres de la madrugada. Yo estaba terminando un texto para el corto de un amigo cuando un grupo numeroso de adolescentes empieza a hacer mucho ruido desde la calle. Después de varios minutos y algunos cubos de basura por el suelo, los incautos seguían montando follón, disfrutando de la ventajosa impunidad de ser muchos, de noche, en un barrio de abuelos, por lo que decido pasar a la acción.
Capítulo 2: represalias.
Cargo tres globos de agua, uno de ellos muy poquito para poder lanzarlo a gran distancia. Apago las luces de mi casa; me pongo un abrigo oscuro, guantes, gorro, abro el ventanal del salón y hago un primer lanzamiento que, por encima de los árboles, llega hasta la otra esquina de la calle. El globo impacta en el capó del coche en el que estaban apoyados, salpicando a la mayoría. Hay algarabía; hay desquicio. Los vándalos se ponen a mirar hacia todos los balcones y a gritar y a proferir insultos a discreción, que significa “sin tasa ni limitación”. Huyendo de una posición vulnerable al globotirador, se cambian de esquina y se colocan justo debajo de mi balcón, por lo que me veo obligado a lanzar un segundo globo: la proximidad del objetivo permitió que fuera el más cargado de los tres, y mi mala puntería no impidió que les diera de lleno.
Capítulo 3: sí, ¿quién es?
Llamo a la policía y digo que en el portal de mi casa unos jóvenes están tirando globos de agua e insultando a bóveda y solera.
Sospechando ya cuál puede ser el edificio del justiciero del látex, los cafres deciden llamar a todos los telefonillos del cuarto piso, uno de los cuales es el mío. Decido contestar haciéndome el sorprendido, y ellos salen corriendo. Es entonces cuando entiendo que son unos cobardes y valoro, de forma caprichosa, que son unos gilipollas.
Capítulo 4: and the Oscar goes to...
Todavía no sé qué cable se me cruzó para hacer lo siguiente: me pongo una chaqueta, un abrigo elegante, unos guantes de cuero, y bajo con actitud de indignación y enfado. Salgo del portal. Ellos están ahora al otro lado de la calle, en la esquina inicial, y comentan “es él, es él...”, lo cual me produce un subidón de adrenalina que me recuerda la primera vez que actué en Joy Eslava; sigo adelante, hacia ellos. Me doy cuenta de que son muchos y de que cualquiera de ellos me puede pegar una paliza porque todos, absolutamente todos, son más hombres que yo.
Asumo que ya no puedo dar media vuelta, así que sigo avanzando al tiempo que grito “¿sois vosotros los del telefonillo?”, así como con tonito, en plan “habéis despertado al bebé”, en plan “mañana madrugo, niñatos”, en ese plan. Ellos bajan la cabeza, miran al suelo. Llego hasta ellos. -¿No me habéis oído? –insisto-. ¡Que si sois vosotros los del telefonillo!
-Es que nos han tirado globos de agua... –se justifica Metepatas Cararrata.
-¿Por llamar a los telefonillos? –añado-; yo os habría tirado ¡piedras!
-No –sigue Imbécil Numerodós-, no hemos hecho nada y nos han tirado globos de agua...
-¿Crees que llamar a un telefonillo a estas horas es “no-hacer-nada”? –sentencio, mientras trato de disimular el temblor que me recorre todo el cuerpo-: ¿eres imbécil?
-Nos han tirado globos de agua y nosotros hemos llamado a los del cuarto porque ¡han apagado las luces después del primer globo! –afirma el Campeón del Mundo en Faltadeautoestima.
Ahí es cuando me doy cuenta de que en realidad no han visto nada, no tienen ni idea, y han tenido la suerte de llamar a mi piso.
-¡Yo vivo en el cuarto! –Sobreactúo, en una memorable imitación de Al Pacino- ¡Mi novia vive en el cuarto! ¡Habéis despertado a mi novia! ¡Qué os he hecho yo! ¡Qué os ha hecho mi novia! ¡Iros a jugar con los globos a un parque! ¡Iros a molestar a Papá y Mamá! Si alguien os molesta, ¡llamad a la policía!, pero no andéis fastidiando a los demás, porque entonces seré yo, personalmente, el que os tire macetas enteras, ¿entendido?
Capítulo 5: por el culo se la hinco.
La conversación fluye en estos términos mientras mi corazón está al borde de la taquicardia. Me siento como un asesino comiendo en la misma mesa que su perseguidor. Los granujas ya están completamente convencidos de mi inocencia cuando me señalan el piso que pensaban que era; en un alarde de estupidez, señalaban el tercero y, contando el bajo como un primero, pensaban que se trataba del cuarto. Yo sigo dando pistas falsas, mirando para arriba como si todavía existiera algún riesgo de que cayese otro proyectil. Conforme hablo, noto cómo me voy convirtiendo en el cabecilla de la banda, cómo lidero la investigación de los misteriosos lanzamientos acuosos; siento que quieren ser mis amigos, subir a mi piso, conocer a mi novia; desean invitarme a su próxima parranda, compartir confidencias, que les cuente que era yo desde el principio el que les bombardeaba, que he interpretado el papel de madurito enfadica pero que, en realidad, me estoy descojonando de ellos en su puta cara.
Capítulo 6: mucha mucha policía.
Pero no: cuando me empiezo a sentir cómodo en aquella posición de malvada superioridad y la diversión está llegando a su fin, aparece la policía. Vienen con casi quince minutos de retraso, por lo que me alegro especialmente de que los gamberros no me hayan reventado la cara a puñetazos. Charloteo, guirigay, pim-pim, pam-pam. Le digo a los idiotas que si no saben quién les ha tirado el globito no jodan llamando a los telefonillos, que la luz no es prueba de nada, ya que mi novia no me había dejado salir a la ventana por si pensaban que había sido yo; noto que ellos no reparan en que se supone que, cuando bajé, “mi personaje” no sabía que nadie estaba tirando nada, por lo que hay una incoherencia en mi propio guion (palabra que ahora va sin tilde), y pienso: ¿no se han dado cuenta de esto? Valoro, de manera algo más justa y, sin duda, científica, que son unos gilipollas.
Capítulo 7: final.
Subo a casa y me pongo a escribir una nueva entrada en el blog.