tanto vivir y solo era una espera

t a n t o v i v i r y s o l o e r a u n a e s p e r a

12 ago 2015

Isla de Java

   Cuando entré en mi coche con la caja de la pizza y la puse sobre el asiento del copiloto, todavía no había oído hablar de la calle Isla de Java.

   Llevaba una semana complicada de reunioncitas y cachivaches, acababa de salir de una actuación en Carabanchel y pensé que aquella cuatro estaciones familiar recién hecha sería la solución a todos los problemas. Incluso puse el calefactor en el asiento para que no se enfriara. Creo que nunca había deseado tanto llegar a casa para comerme una pizza. Era domingo, serían cerca de las once de la noche y no paraba de llover.

   Arranqué, conduje por unas calles, me paré en un semáforo. Fue entonces cuando ocurrió: el disco se puso en verde, aceleré, y giré el volante cuando vi que un coche gris iba directo hacia mí. Frené. Creo que llegué a pararme. Por un segundo pensé que el otro coche también se detuvo. Sentí cierto alivio por creer haber evitado el accidente cuando noté el brusco impacto en el lateral derecho. Recuerdo que salió humo del motor. A través de la ventanilla pude ver cómo al otro se le activó el airbag. Me quedé bloqueado, en medio de aquel cruce, temiendo ya que toda la gestión que se me avecinaba me llevara a tomar la pizza fría. Bajé del vehículo y le pregunté al tipo del otro coche que qué hacíamos. Él gritaba. Me gritaba. No recuerdo lo que me decía, pero estaba muy enfadado, así que pensé que la culpa había sido mía. Pensé que si la culpa había sido mía estaba bien que me tocara comerme la pizza fría. Continuó gritándome cosas cuando se metió en su coche. Pensé que era para quitarlo de en medio de aquel cruce, y no me fijé ni en la matrícula cuando, para mi sorpresa, se dio a la fuga. Había mucha gente alrededor, y pregunté si alguien se había fijado en la matrícula: nadie. Pero uno me dijo que había visto que el otro se había saltado el semáforo. No sabía qué hacer: llovía mucho, estaba en medio de un cruce, y el coche tenía muy mala pinta. Me metí dentro, di marcha atrás para que no estorbase, y en ese momento apareció un coche patrulla de la policía nacional. Que qué ha pasado, dijeron. Les conté. Que se había dado a la fuga, y que no recordaba ni el modelo ni nada. Que se había ido por ahí, les dije. Fueron tras él. Cerré la puerta del vehículo y saqué el móvil para llamar al seguro: hablaba con la centralita mientras miraba la pizza a través de las gotas que se deslizaban por la ventanilla.

   Llegó un nuevo coche de la poli. Se bajaron. Les conté: tomaron nota. Entonces vino corriendo por la calle un tipo atlético y nos dijo que el coche estaba parado al otro lado de la calle. Los policías empezaron a correr hacia donde les decía el tipo (atlético, ya digo), y yo, por no quedarme solo, me puse a correr junto a ellos por la acera, con toda la gente mirándonos correr a dos agentes de la policía, a un tipo atlético (el otro) y a otro no demasiado bajito y, en ocasiones, hasta guapo: me refiero a mí. Íbamos corriendo y yo me sentía como si fuéramos de la misma pandilla, como si tuviésemos un plan. Qué hacemos cuando lleguemos, pregunté entre jadeos. No recuerdo lo que me respondieron, pero sí que no aguanté mucho más: "mejor me vuelvo al coche, por si acaso", me justifiqué. Y dejé de correr. Y me giré. Y me volví a mi coche: había otro patrulla.

   Les contaba, mientras llegaron los primeros policías, los que se habían ido a buscar al fugado. Junto al coche vacío de los dos policías que se habían ido corriendo, los dos que acababan de llegar y el primero que llegó, que se fue y venía ahora de no haber encontrado el otro coche, se plantó un cuarto patrulla que decía que, desde lejos, había visto cómo el otro se había saltado el semáforo.

   Eran cuatro los vehículos de la policía nacional que rodeaban mi coche cuando apareció el primero de los municipales. Luego vendría una furgoneta de atestados, otro municipal y una ambulancia: ni las mejores noches en la discoteca Kapital recordaba haber visto yo tantas lucecitas. Allí solo faltaban dos tipos trajeados y con pinganillo bajándose de un todoterreno de cristales oscuros preguntando quién está al mando. "Pues no creo que haya pizza para todos", pensé en algún momento de la noche. De momento, ni siquiera la había para mí.

   Para mi sorpresa, uno de los polis me reconoció de Paramount Comedy. "Ahora se llama Comedy Central", o algo así, le dije: el hambre me había vuelto corporativo. Seguía lloviendo, yo quería irme a casa, y mientras que uno me tomaba los datos, otros dos agentes se dedicaron a calentarme la cabeza con un ramillete completito de topicazos sobre comedia: que si el que sí que es gracioso, que si ese tío está loco, que si mi primo valdría para cómico, que si no te ha pasado alguna vez. ¿Te importa que nos hagamos una foto?, me dijo. El tipo tenía una pistola, una porra y muchos amigos: las que quieras, respondí.

   Me recomendaron que activara el protocolo de nosequé, que así vendría una ambulancia, y que para activarlo tendría que someterme a un test de alcoholemia. "Espero pasarlo", bromeé. Vino la ambulancia, y una chica joven y, quiero recordar, muy atractiva, me preguntó si tenía alergia a algo. "A los accidentes de tráfico", respondí. Un de los policías lo escuchó, y se lo contó al resto en plan "mirad qué tipo tan gracioso". Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla.

   Estaba contando la historia a unos amigos por WhatsApp cuando me hicieron la prueba de alcoholemia: cero, cero. Me informaron de que el otro conductor había dado positivo, que yo había sido víctima de un delito, y me contaron varias cosas que ya no recuerdo. Sé que me encontré al otro conductor al bajar de la furgoneta de atestados. Sé que me dio miedo. Sé que otro municipal se puso a tomar nota de todo, y que los nacionales se fueron. Sé que pasó bastante tiempo hasta que llegó un coche de mi compañía de seguros que me llevó a casa. Con la pizza. Fría. Que calenté en el microondas. Y me la comí.

   Mi coche fue a parar al número 7 de la calle Isla de Java, al taller oficial de la casa Mercedes, y tuve que esperar varios meses hasta que pudieron peritarlo, porque el informe del atestado estaba perdido por algún lugar del misterioso proceso que va desde el momento del accidente hasta el juicio rápido: hasta el jucio "rápido". Nada diré sobre las artimañas del seguro para no arreglarme el coche, de cuando, desesperado ya por tanta espera, decidí aceptar la miserable cantidad que me ofrecieron y de cómo fui sondeando a distintos desguaces para ver quién me ofrecía más dinero. Pero sí que recuerdo perfectamente la impotencia que sentí cuando, al ir a vender el coche y abrirlo, en el propio taller oficial de la casa Mercedes-Benz, me encontré con que me habían robado la radio. "Vete a saber", me dijo uno de los mecánicos, "por aquí pasa mucha gente". "¿Y cómo sabemos que cuando vino traía la radio?", añadió otro. De la inefable conversación con uno de los jefazos, y de su insinuación de que si les denunciaba me iban a cobrar los meses que el coche había estado en el taller, prefiero no dar detalle. Afortunadamente, otro de los tipos, que hacía el seguimiento de mi coche, me dijo que sabían lo del robo, que me habían pedido otra radio, y que les disculpara.

   Después de un largo etcétera de dimes y diretes, con el coche vendido, y tras varios meses usando el transporte público, pensé que lo mejor era comprarse un coche barato de segunda mano, que gastara poco, que fuera cómodo para viajar y que no me importara nada aparcarlo en la calle. Me compré un volskwagen passat variant bastante antiguo, cuyo antiguo propietario era un mecánico, por lo que el motor estaba como nuevo. El problema era que la radio no tenía el código, y había que ir a la casa oficial para que la desbloquearan. ¿A dónde?, podría preguntarse mi lector. La respuesta empieza a ser evidente: al número 1 de la calle Isla de Java.

   La mañana que fui a coger la moto para acercarme al concesionario a por el nuevo coche viejo me encuentro con que no está. Dudé unos instantes: ¿la aparqué en otro lado? Entendí que el ruido que escuché desde mi ventana hacía apenas media hora, y que hizo que me asomara y ver, junto a mi moto, un camión de esos desvencijado con una grúa, cogiendo material sobrante de una obra que llevaba días allí, era en realidad la música del robo. Pero entre evitar el robo de tu propia moto o dormir treinta minutillos más, uno, en fin, tiene sus prioridades.

   Me habían robado la moto, no como otra vez, que compré una cadena muy buena para que no me la robaran, y lo que me robaron fue la cadena y dejaron la moto. Salí a la calle principal, paré un taxi, y le indiqué la calle donde tenía que recoger mi nuevo coche. En el trayecto aproveché para llamar a la policía y contarles. El taxista estaba deseando que colgara para poder comentar el asunto, y a uno, la verdad, comentar el asunto no le apetecía una mierda. Ese día tenía que recoger el coche, ir a por un amigo al que hacía tiempo que no veía, acercarme al taller a lo de la radio, y largarme a Murcia para actuar delante de trescientos médicos. Mal día para dejar de fumar, o para comentar el asunto con un taxista.

   Apenas pensé en lo irónico de que me robaran la moto la misma mañana que recogía mi coche nuevo, y tardé casi tres semanas en poner la denuncia, porque uno no tiene mucha fe en este tipo de cosas.

   Ayer por la noche, cuando me estaban indicando en qué mesa podía sentarme a cenar en un pequeño restaurante de la Rua dos Correeiros, en pleno centro de Lisboa, sonaba mi teléfono: llamaban de comisaría, que habían encontrado mi moto en perfecto estado, y que si podía ir a recogerla. Ahora mismo estoy fuera de España, ¿podrían guardármela hasta que vuelva?, pregunté. Me dijeron que sí. Y pregunté, claro, dónde la habían encontrado.

   En el número 5 de la calle Isla de Java, respondieron.

   No entiendo cómo no se me ocurrió empezar a buscar ahí.

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