Llovía a mares. En la tele, no en la balconada de mi apartamento: agosto, Alicante, las cuatro de la tarde. El sol se entrometía entre los laterales de las gafas con denodado ahínco, suavizado por un matizada brisa que acompañaba a la sombra. Acababa de comer, la tarde pedía siesta. Y apareció mi hermano.
–¿Conoces a María? –interrumpió.
Quise bromear.
–Ahora mismo no le pongo tetas.
No se rió: ya se conocía mi respuesta.
–Es la de este verano –insistió–, la última.
Me incorporé. Le pedí más información. Que me explicara.
–Ligeramente alta, moderadamente guapa –respondió–. Algo tosca quizá, quizá algo… redundante.
–Pero ¿es de por aquí? –inquirí.
–Psé, quién sabe. Lo que sí te digo es que es fresca y movidita. Facilona, de las que te gustan a ti… De las que no es de nadie aunque parece de cualquiera.
–¿Efímera quizá? –sugerí.
–Eso sin duda –respondió, mientras se le dibujaba media sonrisa–, eso sin duda. Y sin duda la conoces, a ver: no es ni alta ni baja, parece ser sensual, puede que tímida o, si acaso, lentamente huidiza.
–¡Podría ser cualquiera!
–Podría –insistió–, pero sólo es una. Algo ligera sin llegar a ser frágil, habla mucho y también fanfarronea. Dice y dice y se desdice, cuenta cosas. Usa la palabra amor, la palabra suave, conjuga torpemente algún gerundio. Cae en los epítetos de siempre porque siempre le funcionan. Y si atiendes, o si pretendes atender, entre tanto ritmo apenas dice nada.
–¿Pero se puede saber de quién me estás hablando? –Me rendí.
–¡De la canción del verano!
–Calla, calla, calla –entendí, y quise rematar la escena con un último juego de palabras, así que le miré, burlón, desafiante, descarado:
–Me suena.
[Foto: Daniel y Javier, Japón, agosto 2011. Autorretrato para calle con espejo]