A veces, mi madre va a comprar al Cortinglés.
–Voy al Cortinglés –dice. Y luego vuelve con bolsas de plástico del bueno, para la nieve, y algo de ropa de mayores, una chocolatina...
El Cortinglés es un eficicio alto y grande y descomunal que hay en Castellana. Es como una gigantesca caja de regalos, tan bonita, que en Navidades se ilumina. Dentro hay todo lo que se pueda imaginar, todo lo necesario: juguetes, todo.
Las personas van caminando por unas carreteras de comprar, y se paran a mirar durante mucho rato. Luego siguen. Se paran. Siguen. Qué pesados. No me gusta ir a comprar, pero hay cosas muy bonitas.
Hay una habitación muy grande llena de ropa de padres, colgadas en una percha, como en el armario de mi casa. Perchas y ropa, ropa sin perchas, perchas sueltas. Y una escalera de metal que se esconde en el suelo y que nunca se detiene.
La escalera hace un ruido lejano de lavavajillas mientras que los mayores miran la ropa igual, con perchas o sin ellas. Yo miro a los mayores que miran la ropa y miro las perchas y ellos me miran mientras la escalera no deja de subir a ningún sitio.
Hay corbatas, corbatas de colores. En ramillete, las corbatas. El color de una corbata me llega por la nariz, me huele a rojo una corbata entre corbatas rojas, y escucho el amarillo.
Junto a los abrigos, hay un bosque con ardillas que trabajan allí; no estoy seguro.
El Cortinglés de Castellana, donde mi madre va a comprar porque está todo, los juguetes, las perchas, las ardillas, las escaleras que llegan siempre igual con su olor a lavavajillas y a metal, con su sonido de plata.
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