Dani Rovira dejó
de ser mi amigo la misma semana en que le pretendía regalar un futbolín.
Llevaba varios meses
buscando el modelo ideal, escudriñando la red, hablando con gente, viendo
opciones. Los más atractivos distaban mucho del precio que me podía permitir,
los más económicos parecían de juguete. Por fin había dado con un modelo
auténtico, de bar, con un monedero en pesetas, precioso, robusto, idóneo,
definitivo. Estaba arrumbado en un garaje de Toledo, junto con algunos restos
de un bar que naufragó por esa cosa de la crisis. El dueño notó enseguida mi
encendido interés y me mangoneó bastante insinuando que había "otras
personas interesadas". Tuve que llorarle un poco para que me hiciera una
rebaja. La fecha pactada iba a ser el miércoles de la siguiente semana. El
lunes haría el ingreso en la cuenta del tío, en el Banco Popular: la cosa
iba a quedar en cuatrocientos veinte euros, portes incluidos. "Pero no lo
subimos al piso, lo dejamos en el portal", dijo después de cerrar el
trato. "Como quiera", resolví.
Pero al final nada
de esto sucedió: dos días antes de la fecha en la que tenía que hacer el pago,
mi amigo Dani Rovira me dejaba claro que ya no lo era. Me llevé un gran
disgusto, pero me ahorré cuatrocientos veinte euros, portes incluidos. Os
cuento:
Coslada, 3 de enero
de 2009, las siete de la tarde. El programador de la zona, Miki Mundonoche, nos
había juntado a varios para hacer una actuación benéfica en un centro cultural
llamado "El rompeolas": había que sacar dinero para no sé qué.
Salvo Gustavo
Biosca, que todavía sacaba rédito a su efímero personaje de "el cómico
suicida", todos los del cartel éramos caras desconocidas. Éramos: tiempo
después, tanto Hovik como Sara Escudero lograron despuntar, mientras que el
otro cómico y yo seguimos manchándonos con el barro de las trincheras. Gustavo
no pudo venir, y fue por eso, creo, por lo que llamaron a Dani Rovira.
En aquel momento, él
no era ni de lejos la inevitable celebridad que es ahora. Tenía algún monólogo
en Paramount Comedy, colaboraba en un programa de la tele, y hacía su buena
cuota de bolos mensuales, como todos los que entonces empezaban a dedicarse en
exclusiva a la comedia de stand-up.
Yo, por mi parte, aunque llevaba un buen puñado de horas de escenario haciendo
magia, era un recién llegado a lo de los
monólogos. Por aquel entonces yo tenía 26 años, seguía dedicado al
ilusionismo profesional, enseñaba Comunicación en la universidad y vivía con
mis padres. Es decir: tenía pasta para aburrir.
Llevaba meses ya
probando chistes en las actuaciones de algunos de mis amigos, yendo
religiosamente a cada sesión del recién nacido Madrid Comedy Club, y
escribiendo cosas nuevas. Aquella iba a ser la primera función en la que yo
actuaría exclusivamente como monologuista, al desnudo, sin la protección de una
baraja... pero no me atreví.
El programador
decidió que yo sería el presentador de la gala, y me pareció prudente ir alternando
algunos de aquellos chistes primerizos con efectivas e hilarantes rutinas clásicas
de magia, como la de las bolas de papel de Slydini. La cosa fue bastante bien.
En la cena de
después, Rovi –que así es como se le llama en el mundo de la comedia– se sentó
junto a mí, o yo junto a él, o coincidió; el caso: nos pusimos a hablar. Alabamos
nuestras respectivas intervenciones, le confesé que era mi primera vez, me insistió
en que le costaba creérselo, etcétera. Una enorme pieza de solomillo con
verduras se enfriaba en nuestro plato mientras alternábamos anécdotas, bromeábamos
con los concejales que nos acompañaban o comentábamos lo buena que estaba no sé
quién. Luego fuimos a Green a beber cubatas, intercambiamos nuestros móviles,
surgió lo de después.
Lo de después fue
una vertiginosa y limpia amistad, de esas de llamaditas, mensajes y cenas, la
desesperación de no saber hacia dónde tirar, la risa, los proyectos y la
compañía. El consuelo y el desahogo de practicar comedia de improvisación en una enorme sala blanca, The Milk
Studio, en esos meses difíciles en los que mi padre estaba tan enfermo.
Recuerdo con cariño
cierta ocasión en la que cenamos en mi casa, la de Argüelles, la de Benito
Gutiérrez 9: yo ya me había independizado. Dani –porque yo nunca le llamaba
Rovi– se presentó con una botella muy delgadita de tinto. Era entre semana.
Estuvimos hablando
hasta muy tarde. Me contó su intención de montar todo un espectáculo a partir
del chiste ese del portero de puticlub que no sabía escribir (efectivamente,
aquel espectáculo se tituló Quieres salir
conmigo, y fue donde le descubrieron las directoras de casting de Ocho apellidos
vascos). También recuerdo estar recuperando anécdotas de los años en los
que fuimos monitores de campamento, de las barbaridades que se nos ocurrían
para la típica "noche del terror". Poco después de irse para su casa
me mandó un mensaje al móvil intolerablemente bonito, abrumadoramente
entrañable, sobre lo mucho que valoraba nuestra amistad. Le creí.
Fue en otra de
nuestras cenas, esta vez en su casa, en la calle de Sebastián Elcano, aquel abuardillado dúplex de bohemio, en la que
le solté mi clásico rollo de que mi sueño es tener una casa en el campo,
aquello de Cicerón de "un pequeño jardín y una biblioteca, no necesitas
más", a lo que yo añadía lo de la conexión a internet, una gran chimenea, y
una barbacoa. "Y un futbolín", remató: me quedé con la copla.
Rovira, que tiene
tres años más que yo, me parecía que era una especie de conexión entre mi
hermano mayor y yo, un compendio de todo lo que nos distanciaba y nos unía por
ese ramalazo suyo de deportista puro, sano, razonable, con esa responsable
practicidad de Renault Scenic y esa sensibilidad de cuentacuentos malagueño que
germinó en Granada, la evolución saludable de un muchacho de barrio al que sus
padres habían sabido educar, un tipo que sabía lo que era compartir litera con
sus hermanos, ahorrar dinero, ilusionarse. En cierto modo, nuestra amistad era
mucho más fraternal que profesional. Me costaba recordar, en ocasiones, que lo
nuestro era el mundo del espectáculo, al que llevo dedicándome unos quince
años, y al que en ocasiones siento tan ajeno.
Mucho tiempo
después, coincidió que yo estaba en Barcelona, en casa de Mag Lari, y él venía
a actuar. Seguía sin ser una megaestrella de la comedia, pero su nombre
empezaba a ser bastante conocido, y aquella actuación estaba a rebosar. Nos
juntamos después y me propuso que le acompañara a una actuación que tenía al
norte de Cataluña, en la Costa Brava, que así podría verme actuar Jordi 600, su
representante, y podría empezar a trabajar con él. A Lari no le hizo mucha
gracia que me fuese, pero entendió que era una oportunidad, y la aproveché.
Al día siguiente
quedamos en Sants, en el puestecito de prensa donde venden tantos DVDs: compré
un par de películas de Chaplin. Pillamos un cercanías y coincidimos con la que
era su nueva novia entonces, Lorena, que acababa de ser Miss Barcelona: Dani
empezaba ya a ligar como famoso.
En Badalona, creo,
nos recogió Jordi con un enorme Mercedes oscuro. Le acompañaba su hermana Olga.
Dani, Lorena y yo íbamos detrás. Llovía.
El viaje fue
larguísimo. Era la época en la que Twitter empezaba a ponerse de moda, y nos
pasamos todo el camino participando en un hashtag
sobre juegos de palabras con los apellidos de la gente, del tipo "Carlos
siempre pide menos patatas, y Artur Mas". Hicimos mil, es decir, entre
treinta y cuarenta. Hicimos muchísimos. Hicimos demasiados.
Durante el viaje,
Dani y yo teníamos tanta sintonía que recuerdo pasarlo mal pensando en lo fuera
de lugar que estaban todos los demás, inconsciente u olvidadizo de que, quizá,
el que estaba fuera de lugar era yo. Uno de mis mejores amigos es el modelo
Javier de Miguel, y yo me sentía como cuando voy con él a alguna de esas
fiestas de súper guapos (y altos) en la que dejan que le acompañe uno de sus
amigos feos (y graciosos) de la infancia. Entre Rovira, el exitoso cómico de
directo, y Lorena, la preciosa miss,
yo era un poco como la mascota inofensiva y entrañable de esa época oscura de
la biografía de un monologuista en la que actúas en donde sea, como sea, y a
cambio de muy poco.
Paramos a tomar algo
en Cadaqués, me pareció precioso. Pedí setenta euros a Dani porque estaba sin
blanca y quería invitar a todos para quedar bien con el representante. Me los
dejó. Invité. Seguí sin blanca.
Por fin llegamos al
sitio de la actuación. Era una terraza al aire libre llena de gente hablando,
es decir: el horror, el horror. Pensé que menos mal que yo no tenía que actuar
allí. La situación era muy adversa. La cosa tenía mucha pinta de que iba a
salir fatal.
Y no, oye: para
nada. Aquello fue un reventón en toda regla, un golazo de actuación. Creo que
fue la vez que mayor admiración sentí por mi amigo, por su delicado dominio de
la situación, el ritmo vertiginoso con el que iba acumulando carcajadas, la
apabullante energía con la que parecía comerse a ese publico difuso, veraniego,
desperdigado, desatento, desprevenidos completamente del torrente de comedia
que se les venía encima. Fue espectacular.
Sin embargo, Dani
estaba raro. En el descanso decía que era porque había gente que le estaba
grabando, que de qué van, que qué se creen. En la segunda parte me dediqué a
ir, uno por uno, llamándoles la atención. Al terminar, seguía molesto. Yo no
entendía por qué.
Nos hicimos el viaje
de vuelta del tirón. La típica paliza nocturna de monologuista de carretera.
Esta vez yo iba en el asiento del copiloto, y Dani y Lorena creo que iban
dormidos mientras Jordi y yo hablábamos de cosas, no recuerdo de qué.
Me dejaron en un
piso que tenía Lari alquilado por la zona del Nou Camp (él vivía en Tárrega), y
me dormí enseguida. (En realidad no me dormí enseguida: me puse un par de capítulos
de unos DVD que había en la casa, la serie completa de El ala oeste de la Casa Blanca, pero he pensado que este dato es
irrelevante para nuestra historia. También el dato de que aquel piso franco
para dormir en Barcelona los días que Lari terminaba tarde y tenía que estar
temprano en algún sitio, lo compartía con otro amigo suyo, y que este tipo
llegó por la mañana y yo me hice el dormido y esperé a escuchar la ducha para
largarme, porque me daba vergüenza. ¿Veis como no era relevante? Os lo avisé.)
Al día siguiente, a
sabiendas de que Dani se iba con su amigo Dani Martínez a actuar a Jaén, y
puesto que me daba un poco de lástima que Lorena se quedara sola, le dije que
iba a ir con gente a ver La noche Abbozzi,
el espectáculo de un buen amigo (Antonio Díaz, que luego sería El Mago Pop) en
el Teatre Neu. Me dijo que le dolía la tripa. Ahí quedó la cosa.
Pasé bastantes
semanas sin saber nada de Dani, lo cual era bastante raro. Mandé varios
mensajes, e incluso hice algunas llamadas. Nunca contestó. Me extrañé y traté
de resistirme a hacer lo que finalmente acabé haciendo: llamar desde otro número.
Descolgó.
Dani, soy Dani,
dije. No quiero hablar contigo, y ya sabes por qué, o algo así contestó. Yo no
sabía por qué. Seguimos hablando un rato en esos términos, no recuerdo muy bien
exactamente cómo. Por fin accedió a hablar: la cosa iba de que yo había estado
tonteando con su novia, tralarí, tralará. Yo aluciné, primero, y, molesto por
tener que hacerlo..., lo negué, después. Insistió. Insistí. Me cagué en Dios.
De todas las películas que me había montado en la cabeza para tratar de
adivinar el motivo aquel silencio telefónico de semanas, de aquella opción no
había ni siquiera un mísero eco, ni la más remota de las posibilidades, nada. Él
no lo veía así. Me dijo que no me encebollara
(usó esa expresión), que no insistiera, que ya me llamaría él, que quizá un día vendría a pedirme perdón porque se había equivocado y yo tendría todo el
derecho a pasar de él. Yo no entendía nada. Colgó.
Era sábado, dos días
antes de aquel lunes en el que yo tenía que ingresarle la pasta al tipo del
futbolín. Le llamé por la mañana a decirle que me venía mal, que estaba
interesado pero que tenía que esperar. Refunfuñó. Me increpó. Se enfadó.
Meses después, en
Valencia, Dani y yo coincidimos en ese templo de amistad y comedia gourmet que era la inefable sala Ópera
de Javier Alastrué. Y Paz Regis. Y Raquel. Y todos los demás. Nos saludamos
tímidamente, o quizá no: no lo recuerdo bien. Estuvimos ahí, de pie, hablando
con unos, con otros, qué sé yo. El corazón me latía como si me hubiera
encontrado con una exnovia en el examen del carné de conducir la misma noche de
Reyes. La cabeza me iba a reventar. Ni siquiera era capaz de escuchar nada de
lo que me contaban los demás: vigilaba de soslayo a Dani por ver si buscaba
complicidad, por si hacía algún ademán, el inequívoco gesto de venir a darme un
puto abrazo.
Pero no.
En un momento dado
vi que se iba al baño. Necesitaba zanjar aquello de una vez, por lo que, como
un puto loco, me aposté en la puerta para interceptarlo. Y así fue.
Hablamos. Hablamos
mucho. Pormenorizadamente. Hablamos hasta sangrar. Rememoramos la noche
aquella, en la que yo iba en el coche haciendo chistes y acariciando el brazo
de Lorena, y yo deseaba que hubiera un vídeo de todo aquello, el típico vídeo
de una cámara de seguridad que demostrara que no era cierto, que se le había
ido la olla, que aquella crisis era en realidad una estupidez. Me dijo que me
conocía perfectamente, que sabía cómo era yo con las chicas, que somos iguales
y que aquella noche, si hubiera podido, me hubiera acostado con su novia.
Respondí que, aunque me resultaba bastante incómodo escucharle reconocer que, de
algún modo, él se acostaría con mi novia, aquello era falso. Me dijo que le
había pasado con otros dos amigos, y que había aprendido a descubrir quién era
gente fiable, leal, y quién no. Señalé lo absurdo que era que esta historia se
hubiera repetido con otros dos, que, la verdad, me dan absolutamente igual, y
fui claro: "teníamos una relación en la que, si hubieras entrado en una
habitación y me encontraras en la cama desnudo con tu novia, y yo te dijera:
sal fuera, ahora te explico, tendrías que haber salido fuera y haber esperado
una explicación razonable a todo eso, y no esta mierda de retirarme la palabra
sin darme la más mínima explicación, en un acto desorbitado de desconfianza y
profunda deslealtad", o algo así argumenté. Me dijo que sintió ganas de
darme una hostia. Confesé que ojalá lo hubiera hecho, y me hubiese enterado de
qué estaba pasando en ese momento, y no tantos meses después, y de manera
apresurada y absurda. Y cosas así: no recuerdo mucho más de aquella
conversación de cuatro horas en la puerta del baño de Ópera, pero sí que
terminé con la sensación de que la cosa parecía estar arreglada, que algún día
nos reiríamos de aquello, que habíamos retomado la amistad.
A la salida, ya
camino del hotel, nos despedimos. Le mandé un mensaje al móvil con una sola
palabra: "gilipollas". En plan bien. En plan nosotros. En plan jijí
jajá. En plan lo que me has hecho pasar, hostia. En plan no te guardo rencor,
pero qué mal rato. En plan maldita sea. En ese plan.
No respondió. Ya
nunca respondió. Ningún mensaje. Nada. Hace ya varios noviembres que ni
siquiera le felicito por su cumple.
Luego ya le vino lo
del éxito rotundo, la gloria, la rovirización de España. Al duelo de la amistad
difunta, la omnipresencia del fenómeno de masas en el que se convirtió. La
peli, el Goya, los Goya, las pelis. La polémica aquella de las fotos en El
Hormiguero, donde se demostró la poca altura de miras con la que el público
insensible recibe un destello de frágil honestidad en medio del ruido de la
fama. Sus movidas.
Han pasado los años
y ahora todos los que hacemos reír somos un poco más graves y más viejos. Me
pregunto si aquel titán de los escenarios que encandiló a todo un país interpretándose
a sí mismo en la película más taquillera de nuestro cine consiguió finalmente aquel
futbolín auténtico, contundente, con un monedero de pesetas, o si la historia
se detuvo al tiempo que nuestra amistad, en medio de ese remolino confuso y
extraño que son, en ocasiones, las relaciones humanas.
Dani Rovira, Hovik, Sara Escudero, Danny Boy y yo, el 3 de enero de 2009, en El rompeolas de Coslada.